Los años que sor Trinidad estuvo como secretaria particular de la madre Abadesa le sirvieron para tomar contacto con el gobierno de la comunidad y para mantener trato con sacerdotes y seglares. En estas relaciones se fue acreditando como una monja inteligente y prudente. A estas cualidades, muy acordes para el mando, se unía su buena disponibilidad en ayudar a las monjas y su notorio espíritu de sacrificio y observancia. Esto hizo que la comunidad, al cumplir el tercer mandato de abadesa la anciana madre Amalia María del Pilar, considerase que sor Trinidad podía ser una buena abadesa a pesar de contar solo con 29 años y, por ello, no alcanzar la edad canónica requerida para este cargo. La fecha de la elección de abadesa se fijó para el día 19 de julio de 1908 y fue elegida sor Trinidad. El Sr. Arzobispo, que presidía la elección, la confirmó en el acto con lo que, a su vez, quedó dispensada de la edad canónica.
Al enterarse el padre Ambrosio de la elección, dijo a la madre Trinidad: «Hijita, sé fiel al Señor y trabaja como una santa en dar al Señor lo que te pide… no sea que el Señor te castigue como al siervo perezoso que enterró el talento… El Señor ha querido vea antes de morir lo que él se dignó revelarme; acuérdate que él te hizo capuchina, porque te quiere santa y que hagas capuchinas adoradoras.» Estas fueron las últimas palabras que este religioso capuchino dirigió a la madre Trinidad. La avanzada edad y la muerte privó a la madre Trinidad de la ayuda y sabios consejos que este director de su alma le daba. Desde el cielo siguió ayudándola. Ella, en su caminar por la tierra, no olvidó el bien que este religioso hizo a su alma y tuvo presentes sus consejos. La ausencia del padre Ambrosio de Valencina pronto fue suplida por don Juan Cuenca, un joven sacerdote canónigo de Granada, que acababa de llegar de Roma y que en los ambientes curiales y granadinos estaba adquiriendo gran prestigio. Este sacerdote fue un compañero en el camino con la madre Trinidad, a la que ayudó espiritualmente y también materialmente en las primeras fundaciones.
La madre Trinidad, como abadesa de San Antón, gozaba de prestigio. Había conseguido ayudas materiales de bienhechores y era consultada por personas de distintas condiciones sociales. En cuanto a la comunidad, había logrado una mayor piedad y el ingreso de buenas vocaciones. Todo marchaba bien, pero se iba acercando el final del primer mandato y la madre Trinidad con su excesiva prudencia se estaba olvidando de la reforma de la comunidad y de la implantación de la adoración perpetua que le pedía el Señor y tanto le había aconsejado el padre Ambrosio y le seguía aconsejando su nuevo director espiritual don Juan Cuenca. Los días 18, 19 y 20 de 1912 celebraron en San Antón el VII Centenario de la aprobación de la Regla de Santa Clara, con exposición del Santísimo Sacramento en forma de jubileo. A las 12 de la noche del día 19 se celebró una misa solemne y, después de comulgar, la madre Trinidad recibió una llamada del Señor: «Quiero trabajes por cercarme el tabernáculo de almas penitentes, consagradas, a adorarme día y noche en este sacramento de amor que instituí para consuelo y vida de las almas y me tienen abandonado, aun aquellas que me están consagradas.» Esta llamada fue fundamental en su vida y a ella hace referencia con frecuencia en sus escritos. A partir de este momento empezó con nuevos bríos a trabajar para poner en práctica la reforma y la implantación de la adoración al Santísimo Sacramento. Vio también como una prueba de la petición que Dios le hacía, el hecho de que el día 13 de agosto de ese año 1912, la comunidad la reeligiera abadesa de San Antón. Así, convencida de que Dios lo quería y con la ayuda de su director don Juan Cuenca, puso manos a la obra. Hizo las peticiones oportunas al arzobispo de Granada, monseñor José Meseguer y Costa, quien acogió bien la reforma pedida y le mandó escribiese el contenido de la reforma como adiciones a las Constituciones. Para llevar acabo esta reforma, el señor Arzobispo comisionó al capuchino padre Francisco de Orihuela, obispo titular de Equino y dimisionario de Santa Marta, el cual entró con este cometido en San Antón el 14 de septiembre de 1913.
A pesar de la prudencia y buen espíritu del Obispo, no pudo lograrse el fin primordial de la reforma: cambiar el color gris del hábito por el color marrón o castaño, usado por los padres capuchinos, y la implantación de la adoración perpetua.
La madre Trinidad quiso ver en este fracaso la voluntad de Dios que a través del Prelado le decía que no quería emprendiese la reforma. Aceptó la humillación del fracaso y se dedicó de lleno a la oración y a servir a la comunidad, pensando era lo único que en esos momentos Dios le pedía, y así se sentía feliz. El servir a la comunidad y a cada uno de sus miembros fue una de las virtudes que más practicó la madre Trinidad, y dentro de este servicio nunca rehusaba los mayores y mas humildes trabajos. Y así, teniendo el convento necesidad de limpiar un gran estanque, se puso ella a hacerlo. Era el 31 de agosto de 1915 y el mucho calor del día, junto con el gran esfuerzo realizado, le hizo sudar mucho. A esto se unió el que, sin darle tiempo a asearse y mudarse de ropa, llegó su hermano con unas cargas de aceite para el suministro de la comunidad y salió a atenderlo y dejar el aceite en su sitio. En consecuencia, cogió un fuerte resfriado que rápidamente pasó a pulmonía tan aguda que los médicos pronosticaron una muerte próxima, por lo que le dieron la extrema unción. Pero el Señor no la llamaba todavía, era un aviso para que no olvidase lo que tenía encomendado.
“Entonces me ofrecí como él sabe y le dije: “¡Señor mío y Dios mío, si me das vida, yo cumpliré tus encargos y trabajaré por seguiros como los prelados me lo indiquen, sin ser yo la que escoja el lugar, ni orden de las cosas. ¡Fíat! Cumpliré vuestra voluntad santísima hasta que me digas: ¡Basta!”
Después de la enfermedad quedó tan débil que los médicos juzgaron y dieron informe de que la madre Trinidad, dado su estado físico, no debía continuar como abadesa. De la misma opinión era su confesor, que por estas razones le había mandado presentar la renuncia, como de hecho lo hizo cuando le faltaba algo menos de un año para cumplir el mandato y el señor Arzobispo se la concedió.