«…De un modo especial, había encomendado esta fundación a Nuestra Madre Inmaculada (que presidía el coro radiante de hermosura y de gloria…), postrada a sus plantas iba tres veces al día a repetirle mis oraciones, plegarias y encargos!… «¡Madre mía dulcísima, le decía: que vengan negados los permisos, si no es voluntad de Dios, si no hemos de ser perfectas y santas capuchinas que reformando el espíritu de nuestra santa Regla y viviendo unidas en la vida de sacrificio, abnegación y humildad, practicando la caridad y amor que la adoración exige; para que lejos de ser carga, ¡sean alas que lleven a las almas capuchinas a la santidad!, que vengan negados los permisos, y tantos entorpecimientos se presenten, que nunca se realice salir de esta vuestra casa tan amada de vuestro Corazón purísimo Madre mía si no hemos de ser santas!».
Salí del coro tranquila, que la Virgen Santísima me había escuchado, y al bajar al torno (que me llamaron) para decirme un buenísimo sacerdote, que por el interés que sintió siempre por el convento, me aconsejaba desistiera de aquella fundación, que venía a destrozar aquella comunidad que era el consuelo de los prelados, que veían en ella un espíritu de paz y unión en donde Dios Nuestro Señor se agradaba y no podía permitir que para levantar una nueva casa, se derrumbara aquella tan favorecida de Dios…
Con este consejo, se amargó tanto mi corazón, aunque lleno de fe, que la Virgen Santísima no consentiría dieran el permiso si no había de ser muy del agrado de Dios, porque así se lo pedía con muchas lágrimas, todos los días. Salí al huertecico que teníamos en el patio, a tomar un poco aire, que las religiosas no me conocieran mis lágrimas… y para ¿qué decir? si nunca me dejaban… ¡me seguían a todas partes con tanto cariño!… El Señor fue siempre tan misericordioso conmigo que ocultaba de tal manera mis miserias y pecados que todas me creían buena, bondadosa, y no se qué más cosas buenas pensaban de mí… ¡y es que Jesús me amaba tanto!… ¡y quería servirse de este montón de miserias, para hacer este jardincico de flores para adornar el altar santo de la Eucaristía!… ¡y Él con un amor y misericordia infinita, me ocultaba en su divino Corazón y me vestía de su bondad y encendía mi corazón en su amor, como un carbón cuando lo echan en una hoguera, y como su amor divino purifica, no veían mis monjas lo malo y asqueroso que había en mí, sino lo bueno, con que me vestía mi divino esposo Jesús… su fuego, su amor, sus gracias!… ¡Bendito sea mil veces, la bondad con que se dignó limpiarme y hacerme suya! ¡Oh Jesús mío, mi amor y mi vida!
Como digo; al salir al huerto venía conmigo madre Aurora y sor María de Gracia, y nos paramos entre un naranjo viejo, que nos servía de meditación; tenía todo el tronco hueco, sólo medio tronco, sólo en corteza, y echaba más naranjas que hojas… tenía tantos siglos como el Convento, y nunca le vimos sin fruto… ¡cómo lo envidiaba!… Le decía al Señor muchas veces me concediera a mí, diese frutos de santidad aunque no me quedase más que el pellejo y los huesos… Frente al naranjo había dos granados uno frondosísimo que el año anterior nos había dado riquísimo fruto, pero este año, ni una ¡todo hojas!… el pequeñín sí tuvo doce granadas que lo tenían casi en el suelo de su peso. Con estas consideraciones que me gustaba pasar unos raticos de recreo, con las dos y alguna otra que se me acercó, esperábamos nos tocaran a la oración, y sor María de Gracia que llevaba una vareta en la mano me la dio diciéndome: «Madre, tome y péguele una paliza a ese árbol flojo que no ha dado fruto». Me hizo gracia la ocurrencia y entonces levanté mi espíritu al Señor y le pedí si era su voluntad santísima le amaneciese alguna señal de flores o fruto, que me diese a conocer si quería aquella fundación… y que si no, amaneciese seco. Sentí tanta confianza de que Nuestro Señor me había oído, que cuando tocaron a la oración, se me fue toda ella pidiéndole: que si la fundación no conseguía el fin de la adoración al Santísimo Sacramento no la concediera; que si las almas adoradoras capuchinas no habían de vivir unidas y entrañadas con Jesús Hostia, como los granos lo están a las fibras blancas, que une la granada, con la cáscara amarga del sacrificio y penitencia; que aquel arbolico me dijese su voluntad, en la forma que le fuese más agradable. Si amanecía como estabamos entendería no quería el Señor decirme nada; si seco, desistiría; si con fruto, lo llevaría a cabo como quiera que fuese, aunque me costase sangre del corazón no quería otra cosa que agradar al Señor… ¡Oh mi buenísimo Jesús!… ¡vida de mi alma! que como Padre amantísimo das a su pequeña hija, los dulces que te pide… para exigirle mayor amor y correspondencia!… ¡qué bueno eres mi Jesús! ¡Oh amor, el mayor de todos los amores! Yo quisiera tener para Ti un amor sobre todos los amores! ¡Oh mi Jesús Sacramentado, mi delicia y mi única ilusión!, ¿quién pudiera arder en tu amor, que se identificara mi pobre alma con la tuya… que amándote más que los serafines, se derritiera mi corazón, y me abrasara, hasta hacerme cenizas en tu honor, por tu gloria?… ¡Oh mi Jesús Eucaristía, si estas almas que me dais, me conocieran… huirían de mí como de un apestado… y de tu misericordia, me cubrís, poniendo un velo sobre mis pecados, para lo cual hacéis conmigo tan grandes maravillas! ¡Alábente Señor todos los ángeles por mí!
Al salir de Misa el día siguiente, 10 de diciembre de 1922, me esperaban las monjas que me acompañaron al paseo la tarde antes para decirme que el granado había sido tan obediente que avergonzado de mi reprensión había amanecido con cinco muy hermosas flores, cuando ya sus hojas empezaban a palidecer: en efecto, vi por mis ojos que no ponderaban la hermosura de la flor que adornaba la corona de cinco granaditas del tamaño de una nuez… y fueron creciendo tanto que se pusieron de postre la fiesta de los Santos Reyes (tocando dos cascos a cada religiosa en la tabla cantada de la Epifanía) y quedé consoladísima, pareciéndome que el Señor quiso alentarme con aquella fruta… tan llena de misterios, en aquellos días amarguísimos en los que nadie se atrevía a aconsejarme por temor de equivocarse, y yo deseaba con toda mi alma saber la voluntad de mi Dios y Señor, y cumplirla fielmente. Ninguna sabía, mis peticiones, mis deseos, ni mis penas… pero sor María de Gracia, que me acompañó y vio la pena con que miraba a aquel árbol sin frutos… y oyó cómo le reprendía (en broma), diciéndole ¡cómo te pareces a la higuera del santo Evangelio! esto habrá que hacer contigo flojo… para que no ocupes la tierra en vano… etc. Y a esta buena religiosa no se despintaba que yo tenía un motivo de consuelo, al ver aquellas flores, que admiraba con ternura indecible… veía la mano bendita de mi Señor y mi Dios… que hablaba elocuentemente a mi alma de tantas maneras… que se derretía mi corazón en amor y gratitud… y como fuera de mí le decía ¡Señor no me deis más toques, que quedo sin fuerzas para seguir! ¡Oh mi Jesús esposo divino de mi alma que adoro!… No habléis a mi corazón sin sostenerme la vida porque tu palabra pasamis entrañas, y no podría vivir y ya querría atraeros a tu Hostia santa más almas que hojas tiene este árbol… y más corazones que te amen que granos tiene su fruto… ¡Oh qué dulce eres para las almas que te dignas mirar con los ojos de tu misericordia, Jesús mío, mi vida y mi amor!… ¡Si todas las almas te oyeran vendrían a Ti, Jesús, a beber de tus divinos labios la vida…, el amor, la fortaleza!… ¡Bendito seas Jesús mío dulcísimo!, ¡esposo dilectísimo de mi alma ven y toma lo que es tuyo, o dame tu Corazón porque el mío lo robaste ya!…».
(Madre Trinidad Carreras Hitos)