«¡Mándame el viento del mediodía que fertilice la tierra de mi corazón con el amor a vos!».
¡AY MADRE!: LA MONEDA
Lo primero que pensé fue en deshacer los pasos que había dado, muy prudente para no ser vista por nadie ¡Qué los niños, en este caso niñas, son muy inteligentes!
Abrí la puerta de aquella preciosa capilla, y asomando tímidamente mi cabeza para asegurarme de tener vía libre, salí con paso acelerado hacia el habitáculo donde se guardaban los artículos para la limpieza. Entré, me puse a buscar desesperadamente los veinticinco céntimos por el suelo, dentro de los cubos, detrás de las escobas… sin éxito.
¿En qué otro lugar he estado? ¡La habitación de la chimenea!
Misma técnica, vigilar nuevamente y salir con marcha veloz hacia mi objetivo.
“Merceditas tiene el atractivo y aroma de un rosal pero cuando se le toca deja espinitas que escuecen para días”. Escuchaba decir a una niña de aproximadamente doce años a otra, que caminaba en dirección contraria a la mía. “¡Buenos días hermana!” – Exclamaron con caritas angelicales al verme. Yo rauda, respondí con un áspero “buenos días” y abrí cuidadosamente la puerta de la estancia para ratificar que se encontraba vacía. ¡Allí me metí!
Todo se encontraba igual que hace unos minutos, Mercedes y su hermana Pepita no habían regresado, por lo que tenía que ser muy ágil para encontrar la moneda lo antes posible. Exploré cada rincón, comenzando por la superficie, bajo las mesas, sobre los asientos, la estantería, pero sin ningún tipo de triunfo. Suspiré… y de la nada apareció Stella con su brillo, su particular y discreto zumbido haciendo lo posible para llamar mi atención. Sobrevoló las cenizas de la chimenea emitiendo una luz parpadeante de forma discontinua, y es cuando pude descubrir el trozo de metal que tantos problemas me estaba ocasionando allí tirado.
¡Percibí una voz de niña! ¿Qué hago? Cada vez podía sentirla más cerca. Stella dio unas vueltas frente a mi cara y titilando de una forma muy potente, se introdujo por el hueco de la chimenea.
La puerta se abrió, entraron una niña y una monja, lo supe porque podía ver los zapatos de cada una mientras hacía presión con mis manos, pies y espalda, entre la campana y la cámara de humos de la chimenea. Si no hago ruido y soy paciente, no seré desenmascarada.
– ¿Qué espinas son esas que tengo para que escuezan sor Rosa? – Preguntaba una voz de niña
– Mercedes… Esas te las pone Jesús para cercar tu corazón y sólo él puede entrar dentro y posesionarse de los afectos de tu corazón, que lo quiere puro, y en el momento que tú admitas otro amor, Jesús no quiere, ya cuenta contigo, porque lo quiere todo o nada. – Respondía sor Rosa.
– ¿De verdad? – Preguntaba con alegre notoriedad Mercedes.
– El ángel de la guarda, es el que pone las espinas para que nadie toque el jardín de tu alma, más que Jesús dulcísimo… – Sentenció la religiosa.
– ¡Él sea bendito! -Exclamó la pequeña.
– ¡Él sea bendito! ¡Venga vamos fuera, que tienen que estar a punto de llegar tu abuelita, con la tita Prudencia! – Dijo sor Rosa mientras salían de la habitación.
Esperé unos segundos y con mucha cautela intenté bajar… ¡Vale caí encima de los restos del fuego apagado! Pero aprisa me desempolvé, y me aseveré que tenía conmigo los setenta y cinco céntimos… ¿Y ahora qué? ¿Qué hago? ¿Dónde voy? Me recliné sobre la estantería con el propósito de pensar un momento e inesperadamente, esta, se movió abriendo un espacio en la pared por la cual pasé obligada, allí había una escalera oculta que solo permitía ascender… Por supuesto subí. Al final del último escalón un hueco en la pared, al otro lado únicamente oscuridad y silencio. – ¿Hola? – Pregunté. Solo el eco respondía.
Di un primer paso, más tarde el segundo y cuando dejé tras de mí la cavidad, esta se cerró impidiéndome volver al convento de Santa Inés.
– ¡Pase! ¡Adelante! – Escuché.
Sin más dilación me adentré. – Mucho gusto, mi nombre es Francisco, soy el ayudante de don Sebastián Carrasco, Vicario de Melilla… ¿Es su madre quien la envía, verdad? – Me preguntaba un señor desconocido.
– Hola… no se…supongo que sí. – Repliqué. – ¿Qué es lo que necesita?
– Como sabe, mañana saldremos de Cabra hacia Madrid en tren. Ya le habrá comentado su madre el cometido y el favor que necesito de usted. Debe ir hasta la casa de la Vizcondesa de Termens, y traer consigo el dinero que necesitamos para el viaje. – Alegó Francisco con tono de preocupación.
la Vizcondesa de Termens, era la gran benefactora del convento de Berja, sin su ayuda nada habría sido igual en la historia de Madre Trinidad. Este viaje significaba mucho, pues en él, de manera que Dios lo quiso, se encontrarían Madre Trinidad, Madre Patrocinio y sor Ángeles con don Sebastián Carrasco, quien les proporcionó alojamiento en las religiosas del Servicio Doméstico y les facilitó la audiencia con el señor nuncio.
Esto significaba, qué si yo no cumplía mi encargo, el encuentro en el tren durante el trayecto jamás se produciría con todo lo que perjudicaría …. Y cambiaría la historia. ¡Ay Madre!
¿Me acompañas hasta la casa de la Viscondesa de Termens?
Continuará…