Después de la noche de Navidad, Madre Trinidad, tuvo muchos trabajos y contradicciones que sostener con los mismos superiores que le negaban cuanto pedía, pero aquella noche dichosa Jesús la quiso alentar con sus dulces consuelos, sintiendo algo sobrenatural que ella no supo manifestar.
Después del día de san Juan Evangelista, 27 del mismo mes, entendió que Jesús le concedería la adoración perpetua, que ella trabajase mucho para que la comunidad se formase en ese espíritu de humildad y sacrificio que quería de las que habían de hacer en la tierra el oficio de los ángeles en el cielo, una pureza y sinceridad de vida ideal… que como pequeñas niñitas, no anhelaran más que vivir pegadas a su Corazón adorable, bebiendo a raudales el amor dulcísimo que ardía en su pecho abrasado de amor por las almas que redimió a tanta costa… que si le era generosa y fiel en servirle le comunicaría a esta reforma de la adoración a las capuchinas adoratrices, el espíritu de humildad y amor que dio en tan alto grado al seráfico padre san Francisco, haciendo de esta nueva rama la infancia espiritual de toda la Orden, siendo las pequeñas Capuchinas de la Eucaristía y dándole una prueba más clara de su predilección y amor a la vida de pureza y humildad que quiere de esta reforma espiritual del espíritu capuchino. La privó del sentido y llevándola por un momento al valle de Josafat vio el juicio final, y estando el Señor sentado en el Trono, con gran poder y majestad, mandaba a los ángeles abriesen paso aquella pequeña porción de almas penitentes… y acercándoselas las hizo sentar con las doce tribus a juzgar a todas las gentes, porque su vida penitente pura y sacrificada cooperó a la salvación de innumerables almas. Vuelta en sí encontróse arrodillada y confusa en el rincón del coro bajo, en donde quedó después de recibir la sagrada Comunión, repitiendo enardecida aquellas palabras del salmo: “Yo espero en vos, Dios mío, porque habéis socorrido mi alma en mis aflicciones… vos que me dirigís por esta senda, nada nos ha de faltar. Cuanto más pequeña me hago más grande os veo Jesús y Salvador mío”. Parecía oír a mi seráfico Padre repetirme las palabras que dijo a las primeras hijas de San Damián, reprendiéndome duramente del interés que tenía en que viniese una señora que pretendía de Valverde del Camino, por el deseo que se hiciera la obra que tenía sin terminar y otras. Con semblante severo dirigiéndose a mí me decía: “No entrarán bienes temporales; tú, hija mía, has seguido el llamamiento que Jesucristo desde el tabernáculo, os pide, no para violar el espíritu de mi señora vuestra madre, la santa pobreza, sin la cual estorbarías los designios que Dios tiene en vosotras, mis muy amadas hijas, donde gustosamente me complazco y bendigo desde el cielo, como amaba y bendecía a San Damián, al cual quiero que imites y sigas fielmente el espíritu y vida de vuestra santa madre Clara, que como yo, os ama y bendice, esperando que seguiréis sus ejemplos hasta la fin, de no apartaros nunca por consejo de alguno de la santa pobreza que prometimos a Dios, adorando la santa Eucaristía con la fe y amor que le adoraron los pastores en el Portal de Belén.
Os ruego, amadas hijas, que esta nueva reforma sea para la Orden el Belén eucarístico que os haga imitar la pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo y de su Santísima Madre, viendo en el tabernáculo que adoráis aquel misterio de amor. Meditar que la custodia es la madre purísima que sostiene su pequeño Infante, esperando vuestros corazones desprendidos de todo afecto humano, y a medida que os desprendáis más de todo lo de la tierra, gustaréis con mayor abundancia las dulzuras del amor a Jesús, que os busca en pobreza, para colmaros de los bienes que tiene prometido a los pobres de espíritu, de los cuales es el Reino de los Cielos. Mas es necesario poneros en guardia para que jamás por consejo o enseñanza de otras personas os dejéis desviar de esta forma de vida que os he inculcado en la Regla que di a vuestra madre santa Clara, la que ella defendió hasta morir. Sed fieles, no os acobarden las amenazas de los hombres, Dios no muda, y así no ha cambiado su Evangelio, que es y será hasta el fin de los tiempos, y su palabra, dada a su siervo Francisco y a sus hijos subsistirá hasta el fin de los siglos. Amar la santa pobreza que os hará ricas en el Reino de los Cielos y aun en la tierra os colmará de los bienes que no acaban con la muerte”. Como embriagada de una dulzura celestial que no se puede expresar quedó toda el alma por muchos días. Volviendo como de otro mundo superior a éste, quedó una luz, una fe y conocimiento que en muchos días no podía darme cuenta que ni cómo pasó el santo Padre para darme seguridad de ser Dios quien le enviaba para mi luz y consuelo, dejó tomado mi espíritu en el licor de sus seráficos amores, y dejóme embriagada de amor de Dios tan fuerte y dulce que hasta el 6 de enero de 1926 no pude entender que vivía en este mundo. ¡Qué dulces recuerdos las primeras Navidades del año 1925 para mi pobre corazón!