Aniversario de mi entrada de postulante en las Capuchinas de Jesús y María de Granada día que cumplí 14 años y 6 meses de edad, en la que empecé mi postulantado…
¡Oh dulcísimo y benignísimo Jesús de mi alma mi vida mi verdad y mi camino… Oí tu voz dulcísima hacía algunos años… que por primera vez mis padres me entraron en aquel colegio bendito para educarme el año 1889, el 28 de enero… y el día de la Purificación y Presentación en el Templo, oyendo aquella primera meditación, que oí aquella santa religiosa, sor Rosa Robles, de mismo colegio de entonces, Santa Inés, Clarisa.
¡Oh Jesús divino, que dijisteis a tu pequeña esclava cuando era flaquita, miserable y ciega: “Sígueme…” Y cogiéndome de la mano mirándome huérfana y sin madre en los primeros pasos de mi vida, me disteis a vuestra Madre Santísima por Madre Maestra y amparo, que ella me acogió en su Corazón Purísimo, como aceptara a san Juan al pie de vuestra cruz bendita…
Desde entonces no me habéis soltado nunca… Qué impresión recibió mi alma el día de la imposición del santo hábito, 21 de noviembre, que el R. P. Francisco de Benamejí, ex‑Provincial de los Capuchinos y primer Guardián de Granada, le dijo a mi R. M. Abadesa: “Aquí le confío esta novicia, consérvala, que a imitación de la Niña María Santísima entra hoy a formar parte de la comunidad con la misión de hacerse santa y ser una fiel imitadora de las virtudes de tan divina y dulcísima Madre”.
Me retiré al coro llena de gratitud, emocionadísima porque quedaba en el Corazón de mi Purísima Madre María Santísima, a quien fervorosa y ardientemente quería imitar. Radiante de consuelos me entré en una tribuna, que era donde pasaba muchas horas de día y de las noches en oración, pues no tenía compañeras y la Maestra creía que no necesitaba instrucción, me creían buena de verdad y en mí no había más que un corazón fogoso, todo de Dios. Entonces nadie había entrado en él, sólo Jesús dulcísimo.
Al entrar en la tribuna me pareció ver a Jesús dulcísimo acompañado de san Pedro y san Juan, muy deprisa con una niña pequeñita, flaquísima, legañosa, llena de miserias y ciega, que no podía andar, y Jesús no la soltaba; iba tropezando mucho, y Jesús la sostenía y levantaba… San Pedro y otras veces san Juan, quisieron tomarla, y Jesús no la soltaba hasta que llegó a una piscina con cinco caños de agua y sangre y la sumergió allí, y mirándome Jesús parecía decirme: “Esta pobre ciega eres tú, quiero curarte, guiarte y hacerte mía, mi pequeña víctima. Si me eres fiel, en ti haré a las almas singulares gracias y derramaré los tesoros de mi Corazón Eucarístico de amor y misericordia haciéndoos compañeras y adoradoras de mi Amor sacramentado, que atraigáis con oración y penitencias la misericordia y conversión de tantas almas que mueren sin conocerme, y de tantas que conociéndome desprecian mi amor y beneficios, haciéndome las injurias y sacrilegios de mi pasión en el mismo altar del sacrificio… Deseo repares, desagravies mi amor ultrajado, y atraigáis muchas almas a esta vida de adoración, inmolación y de víctima. Vuestra penitencia la exijo sobre todo en la negación de vosotras mismas. Recibiré la inmolación y en la humildad y perfecta obediencia recibiré la más agradable víctima que de vosotras espero: en pobreza de espíritu, en pureza de alma de cuerpo y de juicio, en obediencia rendida y perfecta con el silencio y amor que me entregué a la muerte de cruz por cumplir por amor vuestro la voluntad de mi Eterno Padre”.
¡Oh Jesús, desde ese Sagrario voy tras ti atraída por una fuerza de amor que no resisto!… ¡Le siento levantarme de mi lecho prometiéndome trocar los harapos de mis miserias con la túnica blanquísima de la Hostia santa y con la púrpura de su Sangre divina, bendito sea!
Él dice continuamente a mi alma: Pídeme con fe y humildad y nada te negaré de cuanto pidas.