«… y subiendo por esta senda a la santidad lleguemos un día reunidas todas cuantas hemos vivido a la sombra del Tabernáculo a seguirle como nos dice san Juan: “Regocijémonos y saltemos de júbilo y demos gloria a Dios porque llegaron las bodas del Cordero y las Esposas salieron con sus galas a recibirle”. Que las nuestras sean teñidas con la sangre de nuestros sacrificios». Madre Trinidad
Esto escribía Madre Trinidad el Viernes Santo de 1925. También en Viernes Santo, pero 24 años más tarde, cruzó el tenue velo hacia la eternidad. Su vida, toda llena de contratiempos y dificultades físicas y circunstanciales, fue un ofrecimiento constante, una llama viva que extinguía por la «mayor gloria de Dios» y que se fue apagando, demasiado pronto quizás.
De niña una pulmonía la llevó al borde de la muerte. En San Antón, el monasterio donde comenzó sus primeros pasos en la vida contemplativa, los dolores de estómago la atormentaron durante el postulantado y después; siendo abadesa del mismo, de nuevo una pulmonía la llevó a un estado en el que temían por su vida. Le siguieron constantes dolores de espalda, problemas cardíacos y una ciática que de vez en cuando la dejaba inmovilizada. Finalmente un cáncer doloroso la llevó a la muerte, el Viernes Santo 15 de abril de 1949. Parecía que esta fecha desde y para siempre sería importante para la Madre.
Los dolores y enfermedades estuvieron muy presentes a lo largo de toda su existencia, digamos que la acompañaron sin dejarla nunca. Dolor que revirtió en ofrecimiento: el de su propia vida. A pesar de tan fragmentada trayectoria, ella se aferraba a la esperanza del Cielo, muy unida a la cruz de Cristo y a la Virgen Dolorosa. Se ofreció como víctima (una dimensión poco conocida de la oración intercesora) en remisión de sus pecados y en reparación de las ofensas de los hombres, al amor de Cristo en el sacramento de la Eucaristía.
En una vida llena de vaivenes, viajes y guerra ¿De dónde podría sacar esa energía a pesar de tantas angustias físicas?
De su adoración ante Jesús Sacramentado, según ella misma refiere. De Jesús Hostia, recibía las fuerzas para seguir en la “brecha” con entusiasmo e ilusión para servir. Desde la fe es posible, aunque todo alrededor pinte feo.
Su última enfermedad (cáncer), fue la cruz final de su camino terreno. En ella se abrazó fuertemente a Cristo sumida en el amor. Ese amor que es más fuerte que su propia aflicción, Aflicción que por días enteros la mantenía postrada en cama. Aún así, con la fuerza del “AMOR”, sin dudar se reponía y emprendía un nuevo viaje allá donde fuese necesario ir con el fin de ver terminada su obra.
Perdidas las esperanzas de curación tras numerosas sesiones de radioterapia entre otros remedios, la trasladaron a la casa de la calle de Don Ramón de la Cruz en Madrid, donde la Congregación tenía una casa. El traslado tuvo lugar el 19 de marzo, día de San José y patrón de la buena muerte. Allí estuvo feliz sus últimos días al calor de sus hijas. Al poco tiempo, el Jueves Santo, recibió por última vez la Santa Comunión. Al día siguiente, Viernes Santo y 15 de abril de 1949, a las 12 del mediodía, entregó su alma a Dios. Sus restos mortales fueron enterrados en la Sacramental de San Justo y trece años después, fueron trasladados a la Casa-Madre, en la c/ Bueso Pineda número 21, en Madrid. Dios quiso que su cuerpo al ser exhumado, se encontrase incorrupto e incorrupto se conserva en la Casa Generalicia.
En medio de la aparente debilidad encontramos…descubrimos una mujer y madre que no quiere abandonar a sus hijas pero que a la vez, sabe irse en paz, en una serenidad confiada y abandonada en Dios que cuidará y terminará como a prometido en su Palabra, el trabajo que animó cada minuto, cada respirar: que Jesús Eucaristía fuese más querido y adorado.